Viví sin reconocer las caras de la gente. Fue mi maldición, un defecto de percepción que condicionó mi vida, al poco, mi destino.
Jamás sabía con quien me topaba hasta tener constancia de alguno de sus rasgos característicos no faciales tales como la voz, la gesticulación, la altura, la ropa vestida, tal vez, el perfume usado. Porqué a los ciegos no se les juzga, temerosamente se les comprende, llega a ser fácil tenerles compasión. Pero los videntes están todos esclavizados a saludar al paso de sus conocidos, a decir buen día, buenas tardes, buenas noches, a ofrecer la exacta secuela del último encuentro al primer renglón de lo que se atisba conversación, deleitar al recuerdo común de los interlocutores con pequeñas nostalgias de complicidad.
Pues para mi tus ojos son todos los ojos, tu boca es idéntica en cualquier sonrisa, en toda mascullación, en toda posible mueca, aunque, tal vez, si me das dos besos de bienvenida reconozca tu ademán labial, pueda arriesgarme a decir tu nombre apenas susurrado. Ni tan siquiera cabe añadir que absolutamente la más mínima diferencia entre un millón de narices o entre sus correspondientes dos millones de orejas. Y el peinado, encantada paradoja de un telar de identidad, a veces ayuda, pero no quieras entablar mis sentidos por una alabanza frente a un cambio de look radical.
Pues he vivido en esa opaca inverosímil rueda de reconocimiento continua durante tanto tiempo que ya no noto la tristeza del desencanto de la gente ante la indiferencia. Pero un día reconocí unos ojos. Eran los suyos, porque eran los míos. Y nunca más pude olvidar su rostro.
[imposiblenoexisto]