Hubo una época en la que en los dormitorios de los jóvenes rockeros de los setenta había muchos carteles que colgaban de las paredes, muchas bandas, muchos solistas, muchas estrellas. Ahora quizás todavía quedan muchos carteles, pero los rostros han cambiado. Solo algunos de los íconos de hace cincuenta años logran resistir la prueba del tiempo, ciertamente John Lennon con su camiseta de Nueva York, Che Guevara con su boina, aunque yo diría que sus adeptos son viejunos. Y también Jim Morrison, perpetuamente inmóvil en su foto más famosa, sin camisa, con un collar alrededor del cuello, el cabello revuelto y despeinado, mirando directamente a la cámara como si acabara de pronunciar la famosa frase de When the music is over, The end. en él expresa su deseo definitivo: “queremos el mundo y lo queremos ahora”.
Sí, Morrison sobrevivió al polvo que se posó irremediablemente sobre la imagen de Jimi Hendrix , que hizo opaca la de Janis Joplin , muy lejana en la imaginación juvenil de hoy. Morrison, en cambio, conserva un pequeño espacio, constante y sólido, quizás secundario, no a la vanguardia de los mitos actuales, pero suficiente para llegar hasta nosotros. Hay un motivo específico de esta “supervivencia”, de la presencia de Morrison en el panteón de los mitos actuales: el cantante de The Doors encarna el deseo, es la representación física y espiritual, porque sus canciones, su voz, sus imágenes en fotografías y los videos siguen siendo la poderosa exteriorización de la fuerza del deseo.
Fue así en los años sesenta, cuando los Doors entraron en escena, y Morrison cambió las reglas del juego del rock: el deseo era carnal, físico, sensual, pero también era poético y visionario, el la que se cantaba Enciende mi fuego (aunque estaría mejor traducido “mi pasión”), la Fiesta del lagarto o el Fin.
El deseo estaba entre las líneas de sus poemas, entre las notas de sus canciones, entre los pliegues de su ropa, en sus gestos, en sus miradas. En Love Me Two Times y en Back door man estaba alegre, en Hello I love you y Riders on the storm, sombrío. Y todo sigue ahí, en las fotografías y videos, en las canciones que aún se escuchan en las radios y plataformas de streaming, es imposible no escucharlo, no verlo, es imposible no reconocerlo.
Los Doors eran el deseo convertido en música, cada nota, cada toque del teclado de Ray Manzarek , cada acorde de la guitarra de Robbie Krieger , cada golpe de la batería de John Densmore , mezclado a la perfección con la voz y los gestos de Morrison, en una interpretación única, de deseo.
Deseo de amor, libertad, deseo de ir más allá de los límites de la emoción, percepción, deseo de cambio y revolución, deseo de sexo, respiración, pasión, deseo de vida, siempre y en cualquier caso. Y esas canciones, como era de esperar, están en las bandas sonoras de las películas, se reproducen en videos de YouTube, están en plataformas de “streaming” incluso hoy, constantemente, escapando de cualquier posible riesgo de ser olvidados. Morrison existe, su mito resiste, porque el cometa del deseo todavía vuela alto en nuestros cielos, porque vivir sin deseo es imposible, y porque desear lo imposible sigue siendo hermoso.
Los Doors fueron tales solamente con Jim, en posteriores trabajos tras su prematura muerte, fueron extremadamente mediocres en algunos casos, y en el resto, una banda anodina, dedicándose al blues hasta fenecer, salvo el mito. Y las sucesivas reuniones y experimentos de la banda con otros cantantes para rememorar, no se puede decir que tuviesen éxito.
En este mundo, todos somos únicos, pero unos más que otros. Y todos somos frutos del deseo. 50 años se cumplen del fallecimiento de Jim Morrison.
Nota: Se cumplieron cuando se escribió la entrada, que estaba insertada en un viejo blog.