Me levanto y me voy al bar y me dedico toda la mañana a servir el café a la gente. Y cada día me siento con la responsabilidad de un panadero o del portero que abre la puerta del edificio de la Bolsa, o del redondeador de agujeros de agujas que compra el vendedor de materiales para coser jerseis para abrigar el frio de los vendedores de congelados que son comprados por las cocineras de un asilo donde se sirven en la comida que come el abuelito que inventó los agujeros de aguja. Y así funciona el mundo, cuando funciona.
Y con la enorme cafetera voy haciendo café tras café, un gran mar de energía para compartir. Y un café se vuelve un agradecimiento, otro café se convierte en una conversación sobre el clima y el partido de fútbol del domingo, dos cortados muy calentitos han pasado a ser una charla entre amigas que deciden compartir cada día ese trocito de mañana que nadie acaba de creerse que es una rutina. La cafetera hierve y también ella es un gran café de color rojo que observa el instante en silencio. Mesas llenas de cafés solos, cortados y cafés con leche que se vuelven sentimientos de personas que devuelven su calidez al sorbo con frases serenas que incluyen un amor camuflado para que no se note, para que no se corte la leche.
De repente, entra un escalofrío de tristeza por la puerta y pide un descafeinado de maquina con leche descremada y sacarina de bote. Un sucedáneo de vida que, sin embargo, también contagia su esencia de fulgor en una mirada perdida que se encuentra, no por casualidad, con unos ojos.
Y aunque nadie admite que el café tiene sentimientos todos se han contagiado de él. Y yo miro esa profundidad oscura que se hunde en la taza y me recuerda la pupila de esa mirada enamorada. Y me voy imaginando unos ojos muy negros, una noche sin luna, un túnel que da a otro mundo, un pozo de petróleo en medio del desierto del país mas pobre del mundo, una camiseta negra para asistir al nacimiento de tu primer hijo, una mano que te cubre suavemente los ojos, un apagón con la familia reunida al lado de la chimenea, un beso de película visto desde los ojos cerrados de uno de los amantes y una taza de café. Y me pregunto: ¿Cómo puede brillar tanto la oscuridad?